Vino entre risas y
confidencias, entre recuerdos de un pasado que nunca llegó a articularse y con
promesas silenciosas de futuro. Yo le creí, incluso sabiendo que me mentía
entre hermosas palabras que nada decían.
Me dejé llevar entre mentiras y silencios con la arrogancia de quien está
segura de su victoria, porque no iba a caer en el recuerdo de un amor que jamás
llegó a consumarse.
Pero la caída llegó entre
los suspiros que me arrancaron sus labios, finos e insaciables.
Palabras mudas se
desparramaban de entre mis labios mientras esperaba una sola palabra suya que
alimentase un poco más mi amor y mi tormento. Mientras, los suyos, permanecían
cerrados dedicándome una sonrisa llena de falsas esperanzas que mataban mi
ilusión mientras crecía mi deseo por sus labios.
Mientras más aumentaba mi
desesperación menos podía culparle, porque jamás ninguna promesa pronunció a la
que poder aferrarme. Me limitaba a sobrevivir en una realidad demasiado amarga,
a empaparme de mis propias lágrimas mientras él sonreía ignorante de todo lo
que sentía.
Encontré en el dolor de la
desesperanza un lugar en el que habitar, sin esperar nada más que su silencio y
su eterna sonrisa. Sabía que no tenía sentido, que todo lo que hacía y anhelaba
carecía de sentido. Pero permanecí cerca suya, inamovible, rodeada de mis
propios fantasmas, que me recordaban entre lamentos lo que jamás sería mío.
Porque, pese al dolor que
me causaban sus ausencias, guardaba en mi interior un halo de esperanza que
evitaba que cayese en la oscuridad de la soledad que me provocaba la falta de
sus abrazos.
Y me aferraba a ella, a
esa cruel esperanza que se negaba a desaparecer entre mis lágrimas y su sonrisa.