Una noche me enamoré del hombre de mis sueños.
Llegó a mí con una dulce sonrisa que me cautivó. Nos presentaron y, tras
escuchar su suave voz, supe que era mío. Lo acogí en mis pensamientos como si
siempre hubiese existido, esperando a ser descubierto por mí algún día.
No hicieron falta más de dos charlas juntos, para
saber que encajábamos con una perfección que podía llegar a asustar. Pero
nosotros no temimos nada, porque estábamos seguros de que así debía ser.
Hablaba siempre con una tranquilidad que me sosegaba y su voz me arrastraba con
él para iniciar conversaciones que, si tuviésemos tiempo suficiente, serían
eternas.
Sus gestos infantiles me enternecían. Sus labios
me atraían. Sus brazos me atrapaban en cálidos abrazos que me transmitían paz.
Sus manos se aferraban a las mías mostrando que me quería a su lado. Y sus ojos
negros me cautivaban y absorbían sin piedad, transportándome a un nuevo mundo
en el que sólo estábamos él y yo. Y sentía que era perfecto para mí por todo
aquello, porque no podía pedir más a su lado.
Pero el mundo no es perfecto y tuve que abrir los
ojos a la dura realidad.
¿Por qué tuvo que desaparecer?
Esperé a que volviese. Negué la realidad,
deseando que fuese suficiente para que volviese a mí, pero ya era tarde.
Nuestro momento había pasado y no volvería. Pero yo me aferré a su recuerdo, no
queriendo admitir su pérdida.
No pude suplicar que se quedase. No pude llorar
su pérdida. No pude rezar su vuelta. Todo eso me fue negado. Aquel era el
precio de la perfección. Y lamenté haber creído que lo nuestro podría haber
sido infinito. Me sentí idiota y ultrajada por mí misma.
Y cada noche, esperé. Cada noche cerraba los ojos
a la realidad buscándole desesperadamente. Pero él no volvió a mí, ni yo a él.
Todas las noche cerraba los ojos abandonando la cruel realidad que nos había
separado y le buscaba.
Le amaba, pero eso no era suficiente para que se
volviese realidad. No, por mucho que le amé no fue suficiente para volverlo
real.
Sólo pude aprender a aceptar que nunca más volvería.
Y quiero creer que él aprendió a aceptar que yo
nunca volvería.
Porque sólo fui un sueño suyo, como él fue mío.